Blogia
El baúl de Mawey

MIL HORAS DE AZAR. 4

EL BULEVAR
 
Desde el bulevar se alza el bullicio de la gente que pasea. La terraza del bar está repleta de mesas, de sonidos metálicos, de voces, del entrechocar de cristales y risas, confundidas con los motores de los coches que circulan despacio por la gran avenida. La iluminan elegantes farolas que parecen flores donde los mosquitos bailan su eterna melodía de las noches veraniegas.
 
Se encontraba en su vacío y oscuro salón. Abrió el ventanal de par en par.
El calor que sentía era abrasador. 
 
Unos niños juegan a las canicas en la arena. Sus padres charlan animadamente mientras toman unas cervezas.
 
Sonrió al ver la escena. Cuando tenía siete años se había gastado su paga comprando las mejores canicas, a las que había pulido la superficie con mimo. Incluso les puso nombre. Fue un excelente tirador.
Pero un día, un niño soso y callado que sostenía en su mano un viejo saquito de canicas, le retó.
En la última mano, la bolita mellada de aquel chico desvió su lanzamiento, y después de chocar contra una chinita, su canica se paró en el mismísimo quicio del guá. La bolita del chico entró, y él perdió todas las suyas. 
 
Una academia de estudios apaga las luces y baja las persianas. 
 
Desde pequeño estudió con ahínco, y obtuvo brillantes notas. Tan sólo una vez intentó copiar, pero la vergüenza que pasó cuando el profesor le levantó por las orejas, fue suficiente para no intentarlo de nuevo. Se le notaba demasiado, y no iba con su forma de ser. Amante de las matemáticas, comenzó a tener muy claro que conseguiría todo en su vida a base de esfuerzo y dedicación.
Y así fue. Terminó su carrera de ingeniería industrial con brillantes notas. 
 
Un hombre anciano pasea por el bulevar, mientras una mujer, quizá su esposa, empuja su silla de
ruedas. 
 
Al terminar la carrera sufrió un accidente que le dejó la pierna derecha prácticamente inútil. Sucedió al cruzar una calle. La calle de siempre, por el lugar de siempre. Así de simple. Torció el tobillo, perdió el equilibrio y su cuerpo fue a parar a la calzada, en el preciso momento que pasaba un coche.
Los médicos consideraron que a pesar de la cojera, tuvo suerte por no perder la pierna. Pero él siempre tuvo la sensación opuesta. Su débil naturaleza le había regalado unas piernas de cristal para caminar lo necesario, pero no para tropezar, porque parecía que todos los agujeros estaban hechos para él. 
 

Dos hombres sentados en la terraza, en corbata y con la mangas remangadas, con sus chaquetas colgadas en el respaldo, charlan entre papeles del trabajo y cervezas sin apagar, encima de la mesita de metal. 
 
Su voluntad era de hierro. A pesar del trauma del accidente, salió adelante de mil entrevistas.  Consiguió al fin un buen puesto de trabajo en una importante siderurgia, como supervisor adjunto. Fueron pasando los años y ahorró una pequeña fortuna que le permitió comprar un hermoso ático, en la gran avenida.
Desde sus ventanales, al llegar la noche, le gustaba contemplar los bulevares, las torres iluminadas y las calles plagadas de coches, formando una serpiente multicolor que inundaba lentamente las calles, de humos, bocinazos y gritos. En dirección contraria peregrinaban por las aceras un tumulto de personas, buscando apagar su sed.
La ciudad, a sus pies. 
 
Un gran coche de lujo lleva meses aparcado en el bulevar, totalmente abandonado. Tiene los cristales rotos y el morro abollado. 
 
Pero llegó la reforma económica. La crisis y el paro aumentaron considerablemente en el país.Y su siderurgia quebró. A pesar del vértigo que le produjo el vacío del despido, su voluntad no se quebró, y con el dinero que le pagaron montó una pequeña papelería. Su propio negocio. Él sería su propio jefe.
Ciertamente, podría haber ofrecido también tabaco y lotería al igual que su contrincante, el dueño de aquella tienda cochambrosa al final del bulevar. Pero se negó a ello. Odiaba el juego, y el riesgo no iba con su forma de ser. El tiempo pasaba, la renta subía, y sus ganancias bajaban. 
 
Una pareja se besa y acaricia en un banco apartado de las farolas. 
 
El cristal de la ventana abierta le trajo su propio reflejo, como siempre asombrado:
Un hombre ajado, con una barba que disfrazaba las cicatrices del accidente. Recordó el primer beso que dio a una mujer. Aquella vez gastó toda la paga de un mes para aprender todo sobre el sexo femenino.
Pero fue en vano. Sus genes eran sus genes, y la belleza estaba reñida con su espejo. Daba lo mismo. Se conformó con pagar por placer. Su relación con las mujeres se convirtió en un puro negocio. ¿Quizá por eso su tan afamado machismo?
Pero, maldita sea, a pesar de las preacuciones, una cualquiera le transmitió una enfermedad incurable.
Y ahora ese virus, ese pequeño y asqueroso bichito en su sangre, le robaba la vida poco a poco. 
 
Un hombre busca desesperado en su cartera para pagar la cuenta. cuando la encuentra respira profundamente, entre las risas de sus vecinos de mesa. 

 
Esta misma mañana había vendido la tienda y el ático.
Al atardecer se puso su mejor traje y se marchó al Casino. Nunca había estado allí.
Mientras cenaba en su famoso restaurante contemplaba las mesas de ruleta francesa. Se escuchaban las voces de los crupieres, el murmullo nervioso de los apostantes y el tintineo de las fichas al ser recogidas en manada.
- Hagan juego, señores - Y la bolita rodaba armoniosamente por la ruleta, mientras se hacía el silencio a su alrededor.
Contra lo que su razón le dictaba, se acercó a una mesa, y apostó.
Sin ton ni son, a negro ó rojo, a suerte sencilla, o a la máxima apuesta. Su dinero, sus manos y su corazón volaban, mientras a su alrededor crecían montones de fichas de colores y mirones. La gente comenzó a rodearle, a comentar y a mirarle; los crupieres cambiaban de turno entre molestos e incrédulos. 
 
La camarera de la terraza sonríe cuando por fin el cliente de la terraza encuentra la cartera y le entrega una gran propina, entre los aplausos de sus contertulios. 
 
La chica del casino que servía cigarros y copas a los jugadores, se había mostrado con él solícita y sonriente, esperando a cambio su limosna entre tirada y tirada. Pero a pesar de los esfuerzos de la chica, él tenía su vista perdida en la ruleta.
Por fin decidió retirarse mientras alrededor sonaban algunos aplausos tímidos. Un guardia de seguridad le acompañó hasta la caja y después hasta la puerta, pues la suma obtenida era
impresionante. Al atravesar la sala, escuchó cómo algunas voces comentaban no recordar a nadie que hubiera ganado tal cantidad de dinero en una noche. Al salir, el aire frío de la noche le golpeó el rostro. Pidió un taxi y regresó a su ático. 
 
De una mesita de metal cae una botella medio llena, y con estrépito se rompe haciéndose añicos, provocando nuevas risotadas entre los contertulios de la terraza. 
 
Sonreía ante aquel torbellino de recuerdos que iban y venían mientras su botella de ginebra se vaciaba. Miró su botella medio vacía, y miró de nuevo el cristal del ventanal. Sonrió al ver su vida reflejada en tan pocos minutos, en el bulevar.
Por fin le había ganado a la suerte la partida. Y en su propio terreno. Estaba feliz y eufórico.
No, no sería el azar quien por fin le derrotara.
El mismo elegiría su propia muerte.
 
Y asomándose al quicio de la ventana, dejó caer la botella,
y saltó. 
 
FIN
 
Miguel Ángel W. 7 de Abril del 2004 ®

Basado en el relato que Chéjov nunca llegó a escribir,
 pero cuyo argumento dejó anotado en sus apuntes:
"Un hombre acude a jugar al casino, y esa noche gana una fortuna.
 Recoge las ganancias, regresa a su casa y se suicida."

0 comentarios